viernes, 2 de enero de 2009

El deber cumplido

Hacía rato que el café había dejado de humear. Empezaba a aclararse en la parte superior de la taza, a medida que el agua conseguía zafarse de los posos dejando trazas más o menos oscuras en la superficie del líquido. A pesar de que la cucharilla ya no conseguía volver a homogeneizar la mezcla, por muchas vueltas que se le diera, Heiner Müller tenía otras preocupaciones en este momento mayores que conseguir convertir en bebible el café que había pedido hacía más de tres cuartos de hora.

En enero, en Varsovia, el frío es intenso. En enero de 1950, seis años después de que los polacos lucharan infructuosamente contra los nazis en el Alzamiento de Varsovia durante 63 días, el centro de la ciudad aún no había sido reconstruido por completo tras los bombardeos sufridos aquellos días. Quizás por eso el Café Lazienki de la calle Swietojanska todavía tenía impregnado en sus paredes y mesas el frío propio de la guerra. A través de los ventanales de este local, Müller contemplaba, embutido en uno de los sillones de cuero negro, aquel 23 de enero de 1950, al otro lado de la acera los escombros de lo que fue el antiguo Castillo Real ó Zamek Królewski, y pensaba si Stalin, cuando se detuvo con el ejército Rojo a orillas del río Vístula y permaneció impasible viendo como los nazis arrasaban Varsovia, no deseaba realmente que la revuelta fracasara para poder gobernar Polonia con mayor facilidad cuando la guerra terminara, seguro de que derrotaría a los nazis más tarde.

El frío. El frío de Varsovia no era lo peor que había sufrido Heiner Müller. En Londres, cuando todavía se llamaba Stephen Conrad y se hacía pasar por un librero de Portobello Road, tuvo que soportar de pie, durante noches interminables, la lluvia incesante sobre un abrigo de fieltro que terminaba completamente empapado, transmitiendo la humedad a sus mismísimos huesos. Algunas veces se trataba de esperar horas y horas a alguien que no conocía y que le entregaba una lista con nombres, otras observar desde un banco en un embarcadero del Támesis cómo una figura apagaba y encendía una luz de una taberna cercana, lo que indicaba que aquella noche no podría ser. Recordaba especialmente la frenética actividad nocturna de aquellos días, desde septiembre de 1940 a mayo de 1941, en los que los nazis bombardearon sin piedad Londres durante el llamado Blitz. A pesar de las bombas, la inteligencia británica consiguió seguir haciendo circular información vital para los aliados.

Pero las inclemencias meteorológicas, pensaba Müller (ahora en Varsovia era Müller), aunque afectan al cuerpo, no consiguen marcar tanto como las propias acciones de uno mismo contra otros seres humanos. Cuando abandonó Londres, fue Praga la ciudad testigo de sus traiciones más crueles como agente doble, durante la ocupación nazi de 1939 a 1945. Fue allí donde Ludwig Van Der Henst, nombre que adoptó como comerciante de antigüedades holandés en una de las calles aledañas a la plaza de Wenceslao, haciéndose pasar por agente de la Sicherheitsdienst, el servicio de inteligencia de las SS, se vio forzado a revelar a los alemanes el escondrijo de una familia de los miles de judíos que éstos enviaron a los campos de concentración, con el fin de preservar la identidad de un agente inglés en la clandestinidad. Fue también allí donde tuvo que matar de un tiro por la espalda a su compañero agente nazi, a quien había conseguido engañar durante dos años, hermanando con él en el silencio y la oscuridad de la noche, el que le había entregado sus confesiones y reflexiones más íntimas durante la guerra, cuando finalmente descubrió para quien trabajaba realmente.

Mucho había pensado el ahora Müller acerca de su trabajo, del fin último del mismo y de su verdadera utilidad. Su país jamás se lo reconocería, puesto que sus paisanos nunca le conocerían, y mucho menos esperaba reconocimiento de sus superiores. Preocupados como estaban en su mayor parte por salvaguardar su puesto a causa de las maquinaciones internas del MI6, en ocasiones Müller dudaba de su competencia. Probablemente no llegara a tener una familia convencional debido a la vida nómada que estaba obligado a llevar, cambiando de residencia cada poco tiempo por seguridad. El bien y el mal, el valor de una vida humana, matar a unos para salvar a otros… Ciertamente no había respuestas concretas para demasiada preguntas. En el tren que años después, en octubre de 1949, tras la reciente proclamación de la República Democrática Alemana por los soviéticos como respuesta al establecimiento de la República Federal Alemana en mayo de ese año por los aliados, le llevaría a Berlín como parada previa a su actual destino en Varsovia, Heiner Müller llegaba a la conclusión que lo único que le alentaba a continuar en un mundo dominado por la mentira, la subjetividad, el engaño y la traición, era la convicción de la realización del deber cumplido, a título personal. El sentirse asimismo orgulloso de su trabajo era lo que había conseguido convertirle en el mejor agente inglés durante la Segunda Guerra Mundial y en este periodo de la Guerra Fría.

Quizás por ello esta misión se la habían encomendado a él, pensaba sentado en el Café Lazienki. Porque era el mejor. Sólo él podía haberse hecho pasar esta vez por agente ruso en Polonia, y ganarse la confianza en tan sólo tres meses de Nicolás Vadmenko, el agente triple que había desbaratado las últimas ofensivas del espionaje occidental en territorio ruso durante los últimos cinco años, vendiendo información con detalles de nombres, lugares y claves de agentes aliados de toda Europa a los comunistas. El hombre que el MI6 tenía en el punto de mira como prioridad absoluta, desde que la guerra con los nazis terminara, el mismo que durante dicha guerra tanto había ayudado al propio MI6.

No había sido un trabajo fácil dar con Vadmenko. Müller consiguió ponerse en contacto con él tras pasar el primer mes de su estancia en Varsovia completamente aislado, para no ser detectado. Había vivido en un pequeño piso del centro de la ciudad durante 25 días, saliendo a la calle únicamente para comprar comida y reconocer los alrededores. De esa manera evitaba ser localizado por agentes de contra-vigilancia rusos. Evidentemente, no había contactado con Vadmenko personalmente. Durante su estancia en Praga, infiltrado en las líneas nazis, se ganó la confianza de un agente alemán que se jactaba de que los nazis habían descubierto la existencia de un topo simpatizante de los estadounidenses, dentro del por aquel entonces NKGB, el servicio de inteligencia ruso (germen de lo que terminaría siendo el KGB en 1954). “Entre ellos mismos se espían, y son tan ineptos que nosotros les descubrimos antes que ellos”, reía el agente alemán. Le desveló que este topo estaba en Varsovia. Parece ser que los soviéticos conocían la existencia del topo, pero le habían dejado actuar, confiando en que cuando terminara la guerra, si los intereses entre EEUU y la URSS se enfrentaban por el reparto de Europa como era previsible, pondrían a disposición del topo información contaminada, para que llegara a los aliados como fiable. Müller, ahora que la guerra con los nazis había terminado y su nuevo enemigo eran los soviéticos, se había propuesto por tanto un doble cometido: utilizar al topo para contactar con Vadmenko, y limpiar esa vía de información de los aliados, avisando al topo de que la información que estaba pasando era falsa.

Localizar al topo no fue fácil, pero finalmente lo logró a finales de noviembre de 1949. La información que le había dado el agente alemán era difusa, pero suficiente para un hombre con la experiencia de Müller. Explicó al topo sus intenciones en relación con Vadmenko y lo que estaba en juego. Debían ser muy precavidos dado que Vadmenko era extraordinariamente desconfiado y podía descubrirles si algo le resultaba extraño. Müller explicó al topo que debía presentarle ante Vadmenko como un traidor agente inglés que renunciaba a su país, y que demandaba una fortuna por información privilegiada. Prepararon minuciosamente la vida de este agente, nutriéndola de detalles, de manera que conformaron una identidad casi real.

El topo hizo bien su trabajo y consiguió ganar la atención de Vadmenko, el cual solicitó muestras de la calidad de la información disponible por el agente inglés (Müller). Éste dosificó listas con nombres, códigos y procedimientos internos del MI6 hábilmente, suficientemente reveladores pero no tanto como para comprometer realmente al resto de agentes. Este flujo de datos se mantuvo durante cerca de dos meses, con citas entre Müller y el topo en los lugares más insospechados, hasta que finalmente ocurrió lo que Müller estaba buscando. Vadmenko pidió una cita cara a cara con el agente inglés para tratar el precio de la traición completa.

Apostado en el ventanal, Heiner Müller pensaba que lo había conseguido otra vez. Había conseguido una cita con el jefe de la inteligencia soviética, una persona que había sido completamente anónima para los aliados durante años. No se disponía de una sola foto de él en los archivos de los servicios de inteligencia de los países aliados. Müller, a costa de vagar por media Europa como un ánima sin descanso, compartiendo su vida con agentes enemigos en una guerra despiadada, iba por fin a conseguir lo que nadie había hecho antes. Y eso era lo que le empujaba a seguir adelante, día tras día. La satisfacción del deber cumplido.

Cuando el día de la cita se concretó, Müller indicó al topo cómo debía organizar el dispositivo de captura. Tendría que encargarse de avisar a los aliados para que posicionaran agentes alrededor del café. Nicolás Vadmenko no podía escapar de la trampa que le iban a tender en su propia casa, donde menos se lo esperaba. Con total seguridad, no acudiría sólo, pero el resto de agentes sabrían cómo pasar desapercibidos ante la contra-vigilancia rusa. No les había visto nunca, pero tantos años habían hecho que, allí sentado en el Café, fuera capaz de distinguir a los agentes aliados. Uno sentado en el local, dos mesas delante de él. No le había mirado en toda la tarde. Otra pareja apostada en la esquina de la calle, charlando dentro de un coche. Otro caminando, había pasado ya tres veces por delante del ventanal. No les conocía, pero tenía fe ciega en ellos y en su profesionalidad. Sin haber mediado palabra con ellos, todos sabían cuál era su papel y qué debían hacer cuando Vadmenko entrara en el Café.

Finalmente, la figura que esperaban entró en el local. Müller no le conocía, pero inmediatamente se percató de que no podía ser otro. Tenía una apariencia común, de estatura mediana, sin ningún rasgo característico que le identificara como jefe del servicio de espionaje de la URSS durante diez años. Cuando sus miradas se cruzaron, ambos se reconocieron. Estuvieron mirándose, petrificados, por espacio de unos segundos, analizándose después de tanto tiempo. Y en ese momento, Nicolás Vadmenko, para sorpresa de Müller, sonrió. Heiner Müller, por contra, sintió un frío intenso que le recorrió toda la espina dorsal. Y esta vez no estaba provocado por las bajas temperaturas de Varsovia en enero. Estaba provocado por la sonrisa de Nicolás Vadmenko. Era una sonrisa de triunfo. En ese momento, Heiner Müller comprendió que se había equivocado. Y que el error lo había cometido en el peor momento posible: completamente solo.

De repente, en una fracción de segundo lo vio todo claro. Los rusos se habían adelantado a ellos, antes de que la Segunda Guerra Mundial terminara. Sabían de la existencia de Müller y del devastador trabajo que estaba haciendo dentro de las líneas nazis, y no querían tenerlo como enemigo cuando la batalla se librara entre EEUU y sus aliados, y la URSS. Llevaban detrás de él más de siete años, desde que se encontraba en Praga y aquel agente alemán (evidentemente, un agente doble ruso) le contó la historia del topo aliado dentro del servicio secreto ruso. El topo no era tal topo. Nunca lo fue, siempre había trabajado para los soviéticos. En Varsovia le hizo creer que Müller llevaba el control y marcaba los tiempos con Vadmenko. Pero nunca fue así. Ahora todo estaba claro, las personas que estaban en el Café, en el coche, el transeúnte que había pasado delante de él tres veces… todos eran rusos. Era el topo quien se había encargado de situarles donde Müller había dicho, pero él personalmente no los había localizado. Le había dejado ese cometido al topo. Los rusos le habían atraído hasta Varsovia con el mejor señuelo posible: cazar a Vadmenko. Y él había tragado el anzuelo.

Lentamente dejó la cucharilla en el plato, junto a la taza de café frío. Tenía que haberse fiado de su instinto, sabía que no era normal que Vadmenko tardara tanto. Mientras avanzaba hacia la salida donde le esperaba Vadmenko pensó que todo había terminado, y en cierta manera se sintió aliviado.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Buena historia para una película negra, con una buena moraleja: No te fies ni de tu propia sombra y si juegas sucio, terminarás siendo el cazador cazado. Besos Pepa